Diez
años después del inicio de la Gran Recesión, la economía global parece,
a simple vista, haber recuperado impulso. El crecimiento se aproxima a
los niveles registrados en la precrisis, el desempleo ha caído de manera
significativa y las tasas de inflación se acercan a los objetivos
establecidos por los bancos centrales. Las hipótesis sobre la entrada en
una fase de estancamiento secular no parecen verse avaladas por la realidad
y, por tanto, las negras profecías sobre el retorno a un escenario de
crisis, a una repetición del Armagedón que se desató en el bienio
2007-2008 han dejado de formar parte del análisis central de la mayoría
de los gobiernos, organismos internacionales y expertos. Por su parte,
el sentimiento de los mercados es consistente con ese rosáceo escenario.
Sin
embargo, esas brillantes o, cuanto menos, optimistas proyecciones no
pueden darse por garantizadas. Las expectativas de los agentes
económicos, de los inversores y del sector público se han visto
desmentidas con demasiada frecuencia por los hechos desde la Gran
Recesión como para no mostrar un sano escepticismo. La
conjetura según la cual la economía tiende per se a retornar a su
tendencia de largo plazo carece de valor -permítase la rotundidad de la
afirmación-, y también están desprovistas de él las proyecciones
macroeconómicas que se plantean más allá de un corto espacio temporal.
Desde esta óptica es básico señalar cuáles son los riesgos a los que se
enfrenta la presente coyuntura expansiva.
Para empezar,
hay sólidas razones para esperar un incremento sustancial de la
inflación. Las principales estimaciones sobre la materia, por ejemplo
las formuladas por el BIS, muestran un claro estrechamiento del output
gap, la relación entre el crecimiento del PIB y su potencial, en casi
todas las economías. El cierre de esa brecha es aún mayor si se tienen
en cuenta los indicadores del mercado laboral. Ello sugiere la
emergencia de fuertes tensiones inflacionistas que
forzarán a la banca central a endurecer su política monetaria que, salvo
en el caso del último período recesivo, ha sido el factor determinante
de las fases de contracción desde la segunda posguerra.
Si
se acepta esa premisa, el riesgo potencial para el ciclo financiero se
eleva. De hecho, un buen número de economías avanzadas comienzan a
presentar rasgos similares a los que antecedieron a la Gran Recesión:
fuertes crecimientos del crédito y del valor de los activos financieros y
reales. Ello refleja la presencia de unas condiciones monetarias demasiado laxas
que han reconstruido, a menor escala, los desequilibrios de balances
que condujeron al borde del colapso al mundo desarrollado en el bienio
2007-2008. En este contexto, el alza de los tipos de interés tiene
muchas probabilidades de generar serios problemas en los países que no
han logrado ajustar con la suficiente intensidad su deuda pública y
privada; en especial, en aquellos en los que la situación de las
finanzas públicas es más frágil.
En ese marco analítico, la expansión en curso se vería severamente debilitada por la desaceleración de la demanda interna.
En muchos países, la expansión ha sido impulsada por el consumo, que ha
crecido en promedio por encima del PIB. Por contraste, la inversión ha
permanecido, hasta hace muy pocos trimestres, con un perfil muy plano.
La pérdida de vigor de ambas variables lastraría la creación de empleo
lo que, unido a la persistencia de un alto volumen de endeudamiento de
los hogares y al descenso del valor de los activos causado por el alza
de las tasas de interés, deteriorarían con una intensidad impredecible
la posición financiera de las familias.
La resurrección
del proteccionismo es también una grave amenaza para la continuidad del
actual ciclo expansivo. Una reducción de los intercambios de bienes,
servicios y de los flujos de capital a escala global, el riesgo de que
se produzcan guerras comerciales entre estados o entre bloques sería muy
negativa para el crecimiento económico mundial y sacaría de su tumba el
espectro de una súbita contracción de los flujos inversores
internacionales. En el medio plazo, ello supondría liquidar las
ganancias de productividad derivadas de la apertura exterior,
alimentaría la inflación y, en los estados con stress financiero,
conduciría a inflar la deuda y a generar espirales precios-salarios con
el riesgo de caer en la estanflación.
La experiencia de la poscrisis ilustra de manera extraordinaria el yerro de sobreestimar la capacidad de los políticos para estimular la economía a voluntad.
Se ha demostrado su impotencia para impulsar el crecimiento y la
inflación a pesar de haber adoptado medidas sin precedentes en su
magnitud y en su heterodoxia. Por añadidura, han ayudado a sostener y
acumular un stock de deuda que les ha restado cualquier margen de
maniobra para afrontar la aparición de shocks adversos. Han convertido
la excepción en regla. A menos que se tengan en cuenta estos evidentes
errores y se corrijan con prontitud, existe el peligro de que se
desencadene una nueva crisis.
La indisciplina monetaria y
la presupuestaria han durado tanto que la vuelta a la normalidad
produce pánico por el temor a recaer en una recesión. Sin duda, esta posibilidad no cabe ser descartada,
pero seguir por el camino actual hace ese riesgo seguro. La economía
tiene sus leyes, con toda la flexibilidad que se quiera, y su
incumplimiento termina antes o después por pasar factura. De ahí, la
fragilidad de la recuperación económica en curso. Es imposible
sostenerla sin un retorno a la estabilidad monetaria y fiscal en el lado
de la demanda y sin la introducción de reformas estructurales en el de
la oferta. Salvo contadas excepciones, la mayor parte de las economías
avanzadas, sobre todos las europeas, han huido hacia adelante y han
eludido emprender esa tarea.
En términos generales, la
economía global se asienta sobre arenas movedizas y las tendencias
subyacentes a ella no apuntan en la buena dirección. En este sentido
decir «estamos mejor que ayer», es un pobre consuelo.
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