https://infovaticana.com/2017/09/17/nadie-mas-intolerante-relativista-aun-cuando-no-sea-evidente-primera-vista/
Ciertamente hay un vínculo entre hechos a primera vista diferentes. Consideremos que en el mismo momento en el cual la Virgen de Fátima comparece en Cova de Iria, se produce la revolución en Rusia;
en el mismo momento en el cual el Santo Padre ha sufrido un atentado, el 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro, en el mismo exacto minuto —17.13 horas— el 13 de mayo de 1917, se daba la primera aparición de la Virgen. ¡Impresionante! En esta audiencia, el Santo Padre tenía la intención de anunciar públicamente la fundación de nuestro Instituto. Yo creo que todos sabemos de la preocupación pastoral del Santo Padre por el matrimonio y la familia. Yo veo aquí una relación en la cual deseo aún meditar.
La
«neutralidad» de la ley, el relativismo, el futuro de la familia, la
libertad o el misterio y la liturgia fueron algunos de los temas que
abordó el cardenal Carlo Caffarra en una extensa entrevista concedida en
1994.
En el año 1994, durante uno de sus viajes a Santiago de Chile, el entonces arzobispo de Ferrara y director del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre Matrimonio y Familia, Monseñor Carlo Caffarra, concedía una entrevista a Jaime Antúnez Aldunate, publicada por la Revista HUMANITAS de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Entre las diversas cuestiones abordadas en esta entrevista, Mons.
Caffarra hizo referencia a “un totalitarismo muy sofisticado”, no
perceptible de modo inmediato, y a “cierto tipo de tolerancia” que llega
a ser “eminentemente intolerante” respecto a los hechos que reclaman la
verdad sobre el hombre.
“Estoy convencido de que nadie es más intolerante que el relativista, aun cuando esto no sea evidente a primera vista”, afirmaba hace dos décadas Mons. Caffarra.
El prelado advertía que el razonamiento del Estado neutral que dice
«Actuemos como si no existiera verdad alguna para que nadie imponga nada
a los demás», en realidad es “absolutamente intolerante”, porque,
“basándose en esta hipótesis, quien tiene más poder impone su voluntad”.
“En cambio, en la perspectiva de una verdad, es decir, de «la dignidad trascendente de la persona humana», como decía el Santo Padre en la Encíclica, ¿de qué debe preocuparse antes de nada el consenso? De saber cuáles son las verdaderas necesidades del hombre, los requerimientos fundamentales de toda persona humana, sin excluir a ninguna. Así se construye realmente una sociedad justa”, reflexionaba Mons. Caffarra.
A continuación, puede leer la entrevista completa publicada por la Revista HUMANITAS de la Pontificia Universidad Católica de Chile:
Nacido en 1938 en la ciudad de Parma, Monseñor Carlo Caffarra representa algo menos de los 56 años que tiene en el momento en que se realiza la entrevista. Después de los estudios seguidos en el seminario de su diócesis, Fidenza, se doctoró en la Universidad Gregoriana y en la Pontificia Academia San Alfonso. La primera de sus tesis versó sobre un tema vinculado a la patrística y a los fines del matrimonio; la segunda, que constituyó una especialización en teología moral, desarrolló un trabajo histórico-filosófico sobre la relación entre la moral y la religión después de la crisis del pensamiento medieval. Aparte de ello ha escrito un libro de teología moral fundamental; La Vida de Cristo traducido al inglés y al español; La Sexualidad Humana, solamente editado en castellano; La Teología Moral del siglo XX y Ética General de la Sexualidad Humana.
Conocido como un teólogo próximo al Papa, miembro de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y de la Comisión Teológica Internacional, director desde su fundación, y por muchos años, del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre Matrimonio y Familia, Monseñor Carlo Caffarra dedica actualmente sus fuerzas a la labor pastoral, como Arzobispo en la histórica arquidiócesis de Ferrara, en el noreste de Italia.
Pertenece a esa raza de hombres que produce la región septentrional de su patria, cuya capacidad de trabajo asombra. Sus giras internacionales, como director del Instituto, resultaron ser, debido a ello, siempre intensas de actividad docente y comunicacional. Es precisamente en esas circunstancias que tiene lugar nuestra presente entrevista, en 1994, durante uno de sus viajes a Santiago de Chile, para llevar a cabo un ciclo de conferencias universitarias.
En cuanto al primer aspecto, en cierto sentido es verdad que existe un tipo de biotecnología basada en una lógica antipersonalista, incapaz de admitir el valor en cierto sentido infinito de cada persona humana. Según ésta pueden así existir acciones en las cuales el uso de una persona humana en beneficio de otras puede legitimarse. En realidad, como se puede ver, hay aquí una sustentación de la investigación científica basada en la doctrina del viejo utilitarismo, revisada y más sofisticada. Hoy nos encontramos en un punto en el cual ya no se siente, no se ve, ni se admite, la necesidad de un límite. A pesar de ello, no me parece, sin embargo, que hayamos descendido todavía a una edad de oscuridad de la conciencia. En todo caso, debo afirmar que estoy de acuerdo con el doctor Testart en cuanto a su preocupación de que se puede llegar a un uso de la ciencia biológica que no respete a la persona.
La «neutralidad» de la ley
Este modo de concebir la ley, al margen de la verdad, ha afectado y está afectando sobre todo a los más débiles dentro de este contexto, es decir, a la persona humana ya concebida antes de nacer, y a la persona humana enferma de modo irreversible y en etapa terminal de su vida (ley de la eutanasia); al niño y al anciano, dadas las condiciones en las cuales suelen encontrarse en nuestras sociedades. Así, todas las personas humanas dotadas nada más que de un sólo título para ser respetadas, simplemente el hecho de ser personas, son inexorablemente violadas y privadas de su vida.
Muchos piensan que el derrumbamiento del bloque ideológico comunista puso fin a la era de los desafíos totalitarios. Retomando el tema de las preguntas anteriores, parece que esto no sería así, sobre todo si se considera lo reiterado por el Papa en la Encíclica Veritatis Splendor: «La raíz del totalitarismo moderno hay que verla en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible, y precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social…».
Aludía a eso precisamente al contestar su segunda pregunta. Me parece que en el origen de cualquier totalitarismo está precisamente la idea de que se pueda construir una sociedad justa prescindiendo de la verdad sobre el hombre, separando la justicia de la verdad sobre el hombre. Es eso, en el fondo, lo señalado por el Santo Padre en esta cita de la Veritatis Splendor, y es, en mi opinión, lo que siempre caracteriza al totalitarismo. Se puede tener un totalitarismo muy sofisticado, no perceptible de modo inmediato, incluso en sociedades que han hecho de la neutralidad del Estado un símbolo de la libertad para todos; en realidad, si la neutralidad del Estado significa separar la justicia de la verdad, inevitablemente conduce, como dice el Santo Padre, a una violación de los derechos fundamentales de la persona humana. Por lo demás, cierto tipo de tolerancia llega a ser eminentemente intolerante respecto a los hechos que precisamente reclaman la verdad sobre el hombre. Basta ver, en los países donde existe una ley permisiva de aborto, con qué fuerza, a nivel institucional, por ejemplo, en los hospitales, se trata a quien quiera resistirse a practicar el aborto… Este fenómeno es muy demostrativo del hecho de que este tipo de tolerancia es, en realidad, sumamente intolerante en sus raíces, porque basta un solo hecho en oposición a esta teoría para rechazar la totalidad de la construcción misma. Por eso, estoy convencido de que nadie es más intolerante que el relativista, aun cuando esto no sea evidente a primera vista.
Futuro de la familia
Se introduce, en efecto, en el debate sobre la familia, la cuestión de que cada uno tiene su fe. El problema, sin embargo, es mucho más profundo y creo que existe manera de aclararlo. Así, preguntémonos simplemente si es indiferente para el bien común de la sociedad que la familia exista o que no exista, si es indiferente el hecho de que los niños sean concebidos y educados en un determinado contexto o en otro, y si lo es que la familia cumpla o no su verdadera función de comunidad en la cual las personas pueden amarse y custodiar y venerar el don de la vida, el don de la formación de los niños. Si alguien piensa que para el Estado es indiferente que se den o no estas condiciones, realmente no ha comprendido nada sobre el mismo y la naturaleza del bien común de una sociedad. Tanto en la historia de la humanidad como en nuestra experiencia cotidiana, vemos que no es indiferente para el Estado el hecho, por ejemplo, de que un niño sea concebido legítimamente y educado en una familia. Si así es, una primera consecuencia, muy importante, es que el Estado no puede considerar en el mismo plano, por un lado un matrimonio en el cual el hombre y la mujer se vinculan sólidamente y, por otro, la comunidad de una pareja que ha decidido mantener la unión sólo mientras libremente lo desee. Ciertamente, el primer tipo de vínculo entre el hombre y la mujer contribuye en mayor medida al bien común y el Estado debe favorecerlo y ayudarlo.
De lo cual derivan muchas consecuencias.
Hay un punto muy ligado a lo anterior, que seguramente será materia de mayor discusión, pero que es de gran trascendencia en cuanto al bien común de la sociedad. Sabemos que, dentro de una visión buena y verdadera de la familia, es fundamental no establecer una separación entre sexualidad, matrimonio y procreación. Si estos tres elementos se separan, primero ya no se sabe lo que es el matrimonio y, por consiguiente, tampoco se sabe lo que es la familia, como está ocurriendo trágicamente desde hace algún tiempo en algunos países desarrollados, entre ellos Italia. Por consiguiente, no es indiferente para el bien común de la sociedad el hecho de que el Estado sepa lo que es el matrimonio y la familia. Y si no es indiferente para el bien común de la sociedad que se produzca una separación entre sexualidad, matrimonio y procreación, el Estado —como ya decía el papa Pablo VI al final de la Humanae Vitae — , debe preocuparse de crear un ambiente social en el cual se ayude en este sentido sobre todo a los más débiles y expuestos, es decir, a los adolescentes y a los jóvenes. En muchas sociedades se sabe —y todos los legisladores y gobiernos tienen conciencia de ello— que la pornografía es una verdadera plaga, gravemente perjudicial para el bien común de la sociedad, que desfigura en gran medida los valores, sobre todo entre los menores de edad. Es necesario intervenir en estos casos. Y no se diga en este punto que lo que se pretende es imponer la moral sexual católica como ley del Estado. Quien haga esta afirmación no sabe en realidad lo que está diciendo, porque los problemas de la familia, del matrimonio, de la sexualidad y de la educación no incumben exclusivamente a la Iglesia, sino también al Estado, es decir, tienen relación con el bien común. Y el Estado debe ofrecer garantías a este respecto si no quiere renunciar a su dignidad como tal.
Volvemos así al tema de la segunda y la tercera pregunta. Si prescindimos de la verdad sobre el hombre en la organización social, se producen estas consecuencias. Es decir, al preguntarnos qué es la familia y el matrimonio, no sabemos qué responder. Y el resultado es que cualquier tipo de convivencia, incluso la homosexual, pretende ser reconocida como verdadero matrimonio. No puede decirse que esto sea indiferente para el bien común.
El esplendor de la libertad
En una concurrida conferencia dictada a sacerdotes durante su visita a Santiago, señaló usted, refiriéndose a la encíclica Veritatis Splendor, que
«es el esplendor de la verdad lo que hace posible el esplendor de la
libertad». ¿Podría explicar el sentido de esta afirmación?
Quise decir que si prestamos atención a lo que ocurre en cada uno de
nosotros cuando hacemos una elección libre, en primer lugar vemos que
esa elección implica siempre conciencia de nuestra acción. No se puede
elegir libremente sin saber qué se elige. Sin embargo, para que exista
un acto libre no es suficiente tener conciencia de lo que se está
haciendo. De hecho, yo puedo tomar conciencia de mi actividad
respiratoria y eso no significa que respire libremente; es simplemente
una actividad natural y consciente. ¿Cuándo existe un acto realmente
libre? Cuando además de tener conciencia de lo que estoy eligiendo, mi
razón estima adecuada mi elección. Por consiguiente, el acto libre en el
fondo siempre tiene su raíz en un juicio de mi razón. De otra manera,
no tengo libertad, a lo más tengo espontaneidad. (En la actualidad, a
nivel de educación pedagógica de nuestra juventud, se pretende que la
libertad es espontaneidad, pero en realidad es mucho más que eso.
También los animales son espontáneos, pero no son libres…).
Libertad tengo, entonces, cuando mi voluntad se deja guiar exclusivamente por el juicio de mi razón. Eso es lo que se entiende cuando hablamos de «verdad»: soy libre porque en el fondo obedezco únicamente a mi razón y a ningún otro poder. Ahora bien, alguien podría decir que esto sólo es cierto a partir de la fe. Y en efecto, la Iglesia siempre ha enseñado que el acto de fe es un acto libre; de lo contrario, sin libertad, no hay verdadera fe. ¿Qué significa esto? En el fondo, también en este caso, significa que creo porque sé que puedo y debo creer. Sólo así mi fe es un acto de libertad en ese sentido. Desde este punto de vista, las consecuencias pedagógicas son asimismo numerosas. Me pregunto si una cultura como la nuestra hoy, tan irracional, que ha prescindido tan profundamente de la verdadera racionalidad, no es una cultura de esclavos, en la cual a lo más es posible actuar espontáneamente, pero no libremente. Así lo observo en muchos sectores de la juventud occidental actual. Existe una absoluta incapacidad de actuar con libertad, dada la incapacidad de usar la propia razón.
En seminarios y facultades teológicas
Como
teólogo del Santo Oficio y director de un tan importante instituto
consagrado a la reflexión filosófica y teológica en una universidad
romana, ¿qué relevancia atribuye al punto 4 de la encíclica Veritatis Splendor?
En esta parte de la Encíclica, me parece que el Santo Padre se
preocupa de justificar un hecho que en realidad nunca se había hecho
presente en la historia del magisterio de la Iglesia. Es decir, el
magisterio de la Iglesia siempre había respondido a problemas morales
específicos. Pensemos, por ejemplo, en toda la construcción de la
doctrina social, que en el fondo es la respuesta a los problemas de la
justicia en un campo específico de la moralidad. Ahora, en la Veritatis Splendor, por
primera vez la Iglesia nos da un magisterio moral, no sobre un
determinado punto o problema, sino, como dice precisamente el título de
la encíclica: «sobre algunas cuestiones fundamentales (no especiales) de
la enseñanza moral de la Iglesia». Aquí el Santo Padre, de alguna
manera, quiere justificar un hecho sumamente nuevo, sin precedentes en
el magisterio de la Iglesia. Esto nunca había ocurrido en el magisterio
de la Iglesia con anterioridad a la Veritatis Splendor, al menos en el magisterio pontificio.
Las cuestiones fundamentales son la relación entre la libertad y la ley moral, la relación entre la conciencia y la verdad, la relación entre un cierto modo de concebir el ejercicio de la propia libertad y lo que se elige en base a esa libertad y, por último, la manera como se ha elaborado toda una teoría de la acción humana. En estos cuatro puntos se encuentran en crisis, según el Santo Padre, los fundamentos mismos de la doctrina moral cristiana.
Útil y agradable vs. justo y bello
El misterio y la liturgia
Es un fenómeno espiritual que lleva a variadas consecuencias.
Aquí quisiera agregar un punto, ya que en su pregunta anterior usted se ha referido al misterio. Estoy cada vez más convencido de que una de las responsabilidades en este problema espiritual, le cabe a la manera como ha sido aplicada la reforma litúrgica en muchas partes del mundo. No me refiero a la reforma litúrgica del concilio Vaticano II en sí misma, evidentemente, sino al modo como ésta se ha aplicado. En dicho contexto, uno de los principios fundamentales —en estrecha conexión con lo que venimos tratando— es que la liturgia debe celebrarse de tal manera que todos comprendan absolutamente todo, postulado en extremo equívoco y ambiguo. ¿Qué significa, en efecto, comprender todo en la liturgia? Esto puede significar una absoluta vulgarización de la celebración litúrgica, con lo cual se despoja al hombre del lugar privilegiado en el cual puede vivir la experiencia del misterio. Así, la liturgia se celebra hoy en muchas partes sin posibilidad alguna de contacto con el misterio. El fenómeno ha tenido, por ejemplo, un tremendo efecto en nuestro lenguaje. No olvidemos que la lengua es de esencial importancia para la persona humana. El hecho de utilizarse a menudo en la liturgia el mismo lenguaje de la vida cotidiana —no quiero decir con esto que deba usarse el latín, no radica ahí el problema— es sumamente antieducativo. Antes al menos existía un ámbito en el cual la palabra mantenía su fuerza real, que era la liturgia. Cuando en la liturgia se hablaba del bien, la libertad o el amor, las palabras tenían un peso específico y el hombre, al margen de su lenguaje cotidiano, encontraba un espacio en el cual el hablar era realmente un lugar de comunicación de la verdad. Con la vulgarización del lenguaje litúrgico, el hombre ha perdido el último espacio para redimir su lenguaje cotidiano. A mi modo de ver, este fenómeno tiene gran importancia y me gustaría que los pastores de la Iglesia, mucho más informados que yo en esta materia, reflexionaran muy seriamente al respecto.
En una entrevista con El Mercurio el cardenal Ratzinger afirmó que, a semejanza de cierta reducción del cristianismo a entidad meramente moral practicada por el enciclopedismo durante el siglo XVIII, existe hoy día, en la propia Iglesia, una gran tentación de presentar ante todo el valor útil de la fe y de atribuir menos importancia a todo lo demás. ¿Tendría algo que comentar a este respecto?
Una de las expresiones de lo que dice Su Eminencia es justamente lo referente a la liturgia. Hay una frase del Evangelio que siempre me ha hecho reflexionar mucho. Cuando Jesús, algunos días antes de morir, estaba sentado a la mesa, una mujer le ungió los pies con un ungüento preciosísimo, derramándolo completamente y rompiendo el frasco de alabastro para poder esparcir el perfume. Judas y los demás apóstoles dijeron: «¿A qué este derroche? Podría haberse vendido por gran precio y dado a los pobres». Sin embargo, Jesús no reprendió a la mujer. «¿Por qué molestáis a esta mujer?», dijo. Esta página siempre me ha hecho reflexionar mucho, porque pienso que sólo en un espíritu femenino podía darse un gesto de ese tipo, en el cual se ve la inutilidad del amor, como un hecho absolutamente gratuito y superfluo. ¿Qué necesidad había de usar tanto perfume para lavar unos pies? Podía usarse agua. Volviendo a la liturgia, en definitiva, es lo más inútil que existe y por lo mismo lo más grande, el acto supremo de la libertad. ¿Por qué? Porque es la gratitud pura del amor de Dios, que se celebra en el misterio. En el fondo, el hombre siempre ha experimentado la necesidad de que el misterio ocurra en la belleza, y la belleza es la cosa más inútil que existe. Para evitar la lluvia dentro de la Basílica de San Pedro, no era necesario construir una cúpula, bastaba un techo normal para cumplir esa función. ¿Por qué construyó Miguel Ángel la cúpula? Como él mismo lo dijo, era un acto de adoración suprema de su vida ante la majestad de Dios, es decir, la creación de un espacio bello en el cual celebrar los misterios divinos y no únicamente un espacio cómodo. Suele decirse que una celebración debe ser lo más breve posible, pero en realidad, cuando se celebran los misterios debería desaparecer el reloj y el tiempo. La manía del tiempo es típica de nuestra mentalidad utilitaria, pero hay actos que están fuera de tiempo.
El Instituto para la Familia y la Congregación para la Doctrina de la Fe
Monseñor Caffarra —entonces su «Presidente»— nos cuenta enseguida algunos aspectos del funcionamiento y planes futuros del Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia. Su estructura responde a una figura particular en el Decreto Canónico, pues el Presidente del mismo es nombrado personalmente por el Santo Padre, lo cual no es común. No se puede, enseguida, tomar ninguna decisión importante en la vida del Instituto sin contar con la aprobación de la Secretaría de Estado, que es como decir el Santo Padre mismo. Así, por ejemplo, para el nombramiento de cualquier profesor, siendo insuficiente para ello el placet de la Congregación Vaticana para la Educación. Siguiendo exactamente el mismo esquema canónico, fue fundada una sede del mismo Instituto en Washington DC. Los sueños de su entonces Presidente, nuestro entrevistado, son los de que se llegaran a establecer tres sedes en Iberoamérica.
Miembro consultor de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe —el más antiguo de los dicasterios romanos, presidido desde hace muchos años por el cardenal Joseph Ratzinger—, Monseñor Carlo Caffarra ha debido enfrentar también más de algún gran debate sobre cuestiones doctrinales en otras materias, que no son propiamente la familia. Pero antes de referirnos a ello le pedimos que relate algo acerca del funcionamiento de esta Institución que mantiene inalterable su procedimiento de trabajo desde cuando se creara, hace poco más de 450 años.
Las facetas son muchas, de manera que se limitará a contar aquí lo que dice relación al trabajo de consultor. Su primera y más regular tarea es, así, la de reunirse todos los lunes bajo la presidencia del Cardenal Prefecto o del Secretario, Monseñor Bovone. Los consultores son alrededor de 20, todos residentes en Roma, y las autorizaciones para ausentarse son escasamente concedidas. En dicha reunión se discuten las temáticas más importantes que la Congregación debe abordar en el futuro próximo. En segundo lugar están las comisiones no oficiales en que debe participar: «Yo diría que el trabajo más importante para el consultor de la Doctrina de la Fe es la participación en la comisión no oficial, en la cual se discute la preparación de los documentos doctrinales de la Iglesia, o bien la preparación de respuestas a preguntas muy difíciles que llegan a la Congregación de todas partes del mundo, sea de las conferencias episcopales, de universidades, no sólo católicas, o de fieles privados que piden allí una solución para los problemas de la fe y de la moral. Éste es nuestro trabajo. En este segundo caso, la tarea se hace en forma directa con el señor Cardenal, que preside normalmente esta comisión. El Cardenal sigue de forma muy personal todas las materias. El consultor puede ser requerido por el Cardenal, para otro trabajo, por ejemplo, para leer un libro que por varias razones sea muy importante en la Iglesia. El Cardenal pide el juicio doctrinal del consultor sobre este trabajo. En este caso, se prepara brevemente un estudio. El Cardenal quiere que sea siempre muy preciso… Es notable, es un profesor, de un máximo rigor especulativo. Éstas son nuestras tres más importantes funciones como consultores. La más importante es la segunda de estas pequeñas comisiones», concluye.
En una ocasión, cuando 160 teólogos alemanes interpelaron al Papa en una resonante declaración a propósito del nombramiento del nuevo Arzobispo de Colonia, un gran debate se suscitó en el horizonte teológico y religioso europeo. Pronto se sumaron a estos 160 otros tantos, y ya no sólo alemanes; las reivindicaciones, asimismo, no se restringieron al tema del nombramiento del nuevo Primado alemán, sino que abarcaron otras cuestiones doctrinales. El nombre de Carlo Caffarra salió entonces pronto a relucir entre los cuestionamientos hechos por los teólogos opositores al Pontífice.
Dejemos que el propio Monseñor Caffarra nos hable de ello:
«La ‘Declaración de Colonia’ estaba estructurada en tres partes: primera, el caso particular del Arzobispo de Colonia; segunda, el caso del nihil obstat para los profesores de Teología en las universidades; tercero, el problema doctrinal de la Humanae Vitae, y éste era el aspecto más importante. Usted sabe que en Europa fue discutido este punto de la doctrina católica.
Dos palabras a este preciso respecto: En primer lugar, la Teología Moral que representan estos teólogos constituyen la bendición clerical a la sociedad consumista y permisiva occidental. Son los sacerdotes de la corte de este imperio de corrupción. En segundo lugar, los verdaderos teólogos del disenso son hoy los teólogos fieles al Magisterio, porque sólo el Magisterio se opone en este momento a esta organización de la mentira que en gran medida constituye la cultura europea actual. Y en tercer lugar, estas personas en el fondo no se dan cuenta de que están apoyando una civilización que está en contra de la persona humana.
Esto es lo que yo pienso claramente»..
Ciertamente hay un vínculo entre hechos a primera vista diferentes. Consideremos que en el mismo momento en el cual la Virgen de Fátima comparece en Cova de Iria, se produce la revolución en Rusia;
en el mismo momento en el cual el Santo Padre ha sufrido un atentado, el 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro, en el mismo exacto minuto —17.13 horas— el 13 de mayo de 1917, se daba la primera aparición de la Virgen. ¡Impresionante! En esta audiencia, el Santo Padre tenía la intención de anunciar públicamente la fundación de nuestro Instituto. Yo creo que todos sabemos de la preocupación pastoral del Santo Padre por el matrimonio y la familia. Yo veo aquí una relación en la cual deseo aún meditar.
‘Nadie es más intolerante que el relativista, aun cuando esto no sea evidente a primera vista’
INFOVATICANA
17 septiembre, 2017
En el año 1994, durante uno de sus viajes a Santiago de Chile, el entonces arzobispo de Ferrara y director del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre Matrimonio y Familia, Monseñor Carlo Caffarra, concedía una entrevista a Jaime Antúnez Aldunate, publicada por la Revista HUMANITAS de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
“Estoy convencido de que nadie es más intolerante que el relativista, aun cuando esto no sea evidente a primera vista”, afirmaba hace dos décadas Mons. Caffarra.
“En cambio, en la perspectiva de una verdad, es decir, de «la dignidad trascendente de la persona humana», como decía el Santo Padre en la Encíclica, ¿de qué debe preocuparse antes de nada el consenso? De saber cuáles son las verdaderas necesidades del hombre, los requerimientos fundamentales de toda persona humana, sin excluir a ninguna. Así se construye realmente una sociedad justa”, reflexionaba Mons. Caffarra.
A continuación, puede leer la entrevista completa publicada por la Revista HUMANITAS de la Pontificia Universidad Católica de Chile:
Nacido en 1938 en la ciudad de Parma, Monseñor Carlo Caffarra representa algo menos de los 56 años que tiene en el momento en que se realiza la entrevista. Después de los estudios seguidos en el seminario de su diócesis, Fidenza, se doctoró en la Universidad Gregoriana y en la Pontificia Academia San Alfonso. La primera de sus tesis versó sobre un tema vinculado a la patrística y a los fines del matrimonio; la segunda, que constituyó una especialización en teología moral, desarrolló un trabajo histórico-filosófico sobre la relación entre la moral y la religión después de la crisis del pensamiento medieval. Aparte de ello ha escrito un libro de teología moral fundamental; La Vida de Cristo traducido al inglés y al español; La Sexualidad Humana, solamente editado en castellano; La Teología Moral del siglo XX y Ética General de la Sexualidad Humana.
Conocido como un teólogo próximo al Papa, miembro de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y de la Comisión Teológica Internacional, director desde su fundación, y por muchos años, del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre Matrimonio y Familia, Monseñor Carlo Caffarra dedica actualmente sus fuerzas a la labor pastoral, como Arzobispo en la histórica arquidiócesis de Ferrara, en el noreste de Italia.
Pertenece a esa raza de hombres que produce la región septentrional de su patria, cuya capacidad de trabajo asombra. Sus giras internacionales, como director del Instituto, resultaron ser, debido a ello, siempre intensas de actividad docente y comunicacional. Es precisamente en esas circunstancias que tiene lugar nuestra presente entrevista, en 1994, durante uno de sus viajes a Santiago de Chile, para llevar a cabo un ciclo de conferencias universitarias.
«La intrusión biomédica en la procreación (…)
desencadena una mecánica irreversible e insidiosa de control del ser
vivo, que se acrecienta con el desarrollo de las nuevas tecnologías»,
afirmó hace un tiempo el doctor Jacques Testart. Con los experimentos de
clonación recientemente anunciados, cuya posibilidad para el ser humano
—entre otras formas de reproducción desligadas de la sexualidad— fuera
condenada ya en 1987 por la Instrucción «Donum vitae», ¿estamos hoy en
presencia de ese desafío en gran escala a la dignidad humana que anuncia
el pronóstico del doctor Testart?
Hay aquí, a mi modo de ver, por lo menos dos problemas que plantea la
afirmación de Testart. En primer lugar, dada la lógica implícita en
este tipo de experimentación, puede llegarse a un punto donde ya no se
respete a la persona humana como tal. El segundo problema es saber si
nos encontramos ya en ese punto.En cuanto al primer aspecto, en cierto sentido es verdad que existe un tipo de biotecnología basada en una lógica antipersonalista, incapaz de admitir el valor en cierto sentido infinito de cada persona humana. Según ésta pueden así existir acciones en las cuales el uso de una persona humana en beneficio de otras puede legitimarse. En realidad, como se puede ver, hay aquí una sustentación de la investigación científica basada en la doctrina del viejo utilitarismo, revisada y más sofisticada. Hoy nos encontramos en un punto en el cual ya no se siente, no se ve, ni se admite, la necesidad de un límite. A pesar de ello, no me parece, sin embargo, que hayamos descendido todavía a una edad de oscuridad de la conciencia. En todo caso, debo afirmar que estoy de acuerdo con el doctor Testart en cuanto a su preocupación de que se puede llegar a un uso de la ciencia biológica que no respete a la persona.
Es probable que jamás, como en este fin de siglo,
la ley se haya inclinado ante la presión de diversos poderes. Las
normas internacionales han dejado sin protección eficaz la vida
prenatal; las leyes nacionales han consentido en el aborto. Sin una
ética social a la altura del desarrollo de la ciencia, ¿cómo se hará
ahora frente a los desafíos de la «biocracia» y de la «biotecnocracia»?
¿No están, en este camino, verdaderamente expuestas la civilización y la
humanidad?
Aquí tenemos un problema de importancia decisiva para el futuro, para
el destino mismo de la humanidad: el problema de la ley civil y, en
sentido más amplio, de la organización política de lo social. A mi modo
de ver, si no se abandona la idea de que es posible tener justicia
negando a su vez la existencia de una verdad, nunca se podrá construir
un Estado justo ni promulgar leyes que defiendan los derechos
fundamentales de la persona. Y, en definitiva, la afirmación de la
neutralidad de la ley y del Estado se volverá contra la misma persona
humana. Ahora bien, enfocando más específicamente nuestro problema, todo
ser humano, independiente de su edad y condición de vida, merece
absoluto respeto, puesto que la justicia consiste precisamente en dar a
la persona lo debido, es decir, un respeto incondicional. Si este
derecho no se admite, los intereses de los más poderosos determinarán la
elaboración de la ley, las normas de la vida social y, por
consiguiente, las eventuales normas de orientación del quehacer
científico. Y existe la posibilidad, aún peor, de la imposición de la
voluntad por parte de quienes detentan mayor poder. Encontramos la
confirmación de ello en la denuncia oportunamente introducida por usted
en su anterior pregunta.Este modo de concebir la ley, al margen de la verdad, ha afectado y está afectando sobre todo a los más débiles dentro de este contexto, es decir, a la persona humana ya concebida antes de nacer, y a la persona humana enferma de modo irreversible y en etapa terminal de su vida (ley de la eutanasia); al niño y al anciano, dadas las condiciones en las cuales suelen encontrarse en nuestras sociedades. Así, todas las personas humanas dotadas nada más que de un sólo título para ser respetadas, simplemente el hecho de ser personas, son inexorablemente violadas y privadas de su vida.
Muchos piensan que el derrumbamiento del bloque ideológico comunista puso fin a la era de los desafíos totalitarios. Retomando el tema de las preguntas anteriores, parece que esto no sería así, sobre todo si se considera lo reiterado por el Papa en la Encíclica Veritatis Splendor: «La raíz del totalitarismo moderno hay que verla en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible, y precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social…».
Aludía a eso precisamente al contestar su segunda pregunta. Me parece que en el origen de cualquier totalitarismo está precisamente la idea de que se pueda construir una sociedad justa prescindiendo de la verdad sobre el hombre, separando la justicia de la verdad sobre el hombre. Es eso, en el fondo, lo señalado por el Santo Padre en esta cita de la Veritatis Splendor, y es, en mi opinión, lo que siempre caracteriza al totalitarismo. Se puede tener un totalitarismo muy sofisticado, no perceptible de modo inmediato, incluso en sociedades que han hecho de la neutralidad del Estado un símbolo de la libertad para todos; en realidad, si la neutralidad del Estado significa separar la justicia de la verdad, inevitablemente conduce, como dice el Santo Padre, a una violación de los derechos fundamentales de la persona humana. Por lo demás, cierto tipo de tolerancia llega a ser eminentemente intolerante respecto a los hechos que precisamente reclaman la verdad sobre el hombre. Basta ver, en los países donde existe una ley permisiva de aborto, con qué fuerza, a nivel institucional, por ejemplo, en los hospitales, se trata a quien quiera resistirse a practicar el aborto… Este fenómeno es muy demostrativo del hecho de que este tipo de tolerancia es, en realidad, sumamente intolerante en sus raíces, porque basta un solo hecho en oposición a esta teoría para rechazar la totalidad de la construcción misma. Por eso, estoy convencido de que nadie es más intolerante que el relativista, aun cuando esto no sea evidente a primera vista.
Ésa es una afirmación que merecería profundizarse… Hay que decir, desde luego, que la impresión generalizada es la contraria.
En realidad, este error se introduce diciendo lo siguiente: «Para que
ya no exista riesgo alguno de imposición violenta de una verdad,
construyamos nuestra acción social como si no hubiera verdad alguna».
Así se define actualmente la neutralidad del Estado a la cual me
refería. De este modo no puede generarse tipo alguno de justicia que no
sea una construcción basada en el mero consenso social. Al respecto,
quiero hacer dos observaciones muy sencillas. En primer lugar, ¿se
sientan realmente todas las personas humanas en torno a la mesa en la
cual se construye el consenso o quedan fuera de ella precisamente
aquellas que más necesitan ser escuchadas? ¿Se ha tomado en cuenta la
opinión del feto y el embrión sobre el aborto? En segundo lugar, una
observación muy simple. No nos ilusionemos, hoy sabemos muy bien con qué
rapidez se crea un consenso: basta estar en posesión de los medios de
comunicación social. Por consiguiente, una visión de este tipo conduce a
una situación en la cual se impone y construye lo social quien tiene
más poder económico, precisamente lo que estos seudodemócratas
—llamémoslos así— querían evitar. Si arranco de raíz la justicia de su
terreno, que es la verdad sobre el hombre, inevitablemente llego a estas
conclusiones. Por eso, el razonamiento del Estado neutral, que dice:
«Actuemos como si no existiera verdad alguna para que nadie imponga nada
a los demás», en realidad es absolutamente intolerante, porque,
basándose en esta hipótesis, quien tiene más poder impone su voluntad.
En cambio, en la perspectiva de una verdad, es decir, de «la dignidad
trascendente de la persona humana», como decía el Santo Padre en la
Encíclica, ¿de qué debe preocuparse antes de nada el consenso? De saber
cuáles son las verdaderas necesidades del hombre, los requerimientos
fundamentales de toda persona humana, sin excluir a ninguna. Así se
construye realmente una sociedad justa.
Cuando se tratan los temas de política relativos
al futuro de la familia, como también los de la sexualidad, es corriente
que figuras públicas que se autodefinen católicas, inscriban estas
cuestiones en el plano de la fe particular y en el de las alternativas
variadas que pueden existir en un Estado pluralista. ¿No existe aquí un
equívoco? Cuando se discuten los temas relativos a la sexualidad, ¿no
está tratándose un tema inherente a la familia? Cuando se está tratando
de la familia, ¿no está hablándose de una institución anterior al
Estado, que se rige según leyes naturales también anteriores y que a
éste sólo cabe regular en orden al bien común?
De los puntos hoy en debate, aquí tenemos aquellos en que de manera
más importante puede apreciarse todo el equívoco de la concepción a la
cual me refería recién. Descartemos de partida la hipótesis tan burda
desde el punto de vista cultural, que espero ya nadie sostenga en un
país culto y desarrollado, de que es posible imponer una fe cristiana
con leyes del Estado. La cosa es mucho más sutil.Se introduce, en efecto, en el debate sobre la familia, la cuestión de que cada uno tiene su fe. El problema, sin embargo, es mucho más profundo y creo que existe manera de aclararlo. Así, preguntémonos simplemente si es indiferente para el bien común de la sociedad que la familia exista o que no exista, si es indiferente el hecho de que los niños sean concebidos y educados en un determinado contexto o en otro, y si lo es que la familia cumpla o no su verdadera función de comunidad en la cual las personas pueden amarse y custodiar y venerar el don de la vida, el don de la formación de los niños. Si alguien piensa que para el Estado es indiferente que se den o no estas condiciones, realmente no ha comprendido nada sobre el mismo y la naturaleza del bien común de una sociedad. Tanto en la historia de la humanidad como en nuestra experiencia cotidiana, vemos que no es indiferente para el Estado el hecho, por ejemplo, de que un niño sea concebido legítimamente y educado en una familia. Si así es, una primera consecuencia, muy importante, es que el Estado no puede considerar en el mismo plano, por un lado un matrimonio en el cual el hombre y la mujer se vinculan sólidamente y, por otro, la comunidad de una pareja que ha decidido mantener la unión sólo mientras libremente lo desee. Ciertamente, el primer tipo de vínculo entre el hombre y la mujer contribuye en mayor medida al bien común y el Estado debe favorecerlo y ayudarlo.
De lo cual derivan muchas consecuencias.
Hay un punto muy ligado a lo anterior, que seguramente será materia de mayor discusión, pero que es de gran trascendencia en cuanto al bien común de la sociedad. Sabemos que, dentro de una visión buena y verdadera de la familia, es fundamental no establecer una separación entre sexualidad, matrimonio y procreación. Si estos tres elementos se separan, primero ya no se sabe lo que es el matrimonio y, por consiguiente, tampoco se sabe lo que es la familia, como está ocurriendo trágicamente desde hace algún tiempo en algunos países desarrollados, entre ellos Italia. Por consiguiente, no es indiferente para el bien común de la sociedad el hecho de que el Estado sepa lo que es el matrimonio y la familia. Y si no es indiferente para el bien común de la sociedad que se produzca una separación entre sexualidad, matrimonio y procreación, el Estado —como ya decía el papa Pablo VI al final de la Humanae Vitae — , debe preocuparse de crear un ambiente social en el cual se ayude en este sentido sobre todo a los más débiles y expuestos, es decir, a los adolescentes y a los jóvenes. En muchas sociedades se sabe —y todos los legisladores y gobiernos tienen conciencia de ello— que la pornografía es una verdadera plaga, gravemente perjudicial para el bien común de la sociedad, que desfigura en gran medida los valores, sobre todo entre los menores de edad. Es necesario intervenir en estos casos. Y no se diga en este punto que lo que se pretende es imponer la moral sexual católica como ley del Estado. Quien haga esta afirmación no sabe en realidad lo que está diciendo, porque los problemas de la familia, del matrimonio, de la sexualidad y de la educación no incumben exclusivamente a la Iglesia, sino también al Estado, es decir, tienen relación con el bien común. Y el Estado debe ofrecer garantías a este respecto si no quiere renunciar a su dignidad como tal.
Volvemos así al tema de la segunda y la tercera pregunta. Si prescindimos de la verdad sobre el hombre en la organización social, se producen estas consecuencias. Es decir, al preguntarnos qué es la familia y el matrimonio, no sabemos qué responder. Y el resultado es que cualquier tipo de convivencia, incluso la homosexual, pretende ser reconocida como verdadero matrimonio. No puede decirse que esto sea indiferente para el bien común.
Libertad tengo, entonces, cuando mi voluntad se deja guiar exclusivamente por el juicio de mi razón. Eso es lo que se entiende cuando hablamos de «verdad»: soy libre porque en el fondo obedezco únicamente a mi razón y a ningún otro poder. Ahora bien, alguien podría decir que esto sólo es cierto a partir de la fe. Y en efecto, la Iglesia siempre ha enseñado que el acto de fe es un acto libre; de lo contrario, sin libertad, no hay verdadera fe. ¿Qué significa esto? En el fondo, también en este caso, significa que creo porque sé que puedo y debo creer. Sólo así mi fe es un acto de libertad en ese sentido. Desde este punto de vista, las consecuencias pedagógicas son asimismo numerosas. Me pregunto si una cultura como la nuestra hoy, tan irracional, que ha prescindido tan profundamente de la verdadera racionalidad, no es una cultura de esclavos, en la cual a lo más es posible actuar espontáneamente, pero no libremente. Así lo observo en muchos sectores de la juventud occidental actual. Existe una absoluta incapacidad de actuar con libertad, dada la incapacidad de usar la propia razón.
Que se hablase de «cuestiones fundamentales»… Lo fundamental estaba asentado…
Sí, exactamente. Lo fundamental estaba asentado. Mas ¿por qué ha
ocurrido esto? En el fondo, ésta es la explicación dada por el Santo
Padre en este punto número 4 de la Encíclica: porque en la Iglesia,
sustancialmente, no se cuestionaban hasta ahora los llamados puntos
fundamentales de la enseñanza moral. Existían, sí, problemas
específicos, respecto de los cuales el magisterio orientaba y daba una
solución. Ahora la situación es mucho más grave y el Santo Padre hace
una interpelación actual al interior de la Iglesia. En la conciencia de
muchos fieles, están en crisis los pilares mismos de la enseñanza moral
de la Iglesia, por lo cual ya no basta con dar respuesta a problemas
específicos. Se trata de los cimientos de la casa. Si veo una grieta en
una casa, puedo rellenarla de inmediato. ¿Pero qué hago si el ingeniero
me dice «cuidado si al llenar esta grieta se abre otra y al tapar ésa
sigue abriéndose otra más, porque los cimientos están empezando a
ceder»? En ese caso, reparo los cimientos. Eso es lo que dice el Santo
Padre que ha debido hacer en el campo de la doctrina moral de la Iglesia
con la Veritatis Splendor.
¿Cuáles serían los cimientos en este caso?
Al respecto hace, el Papa, una segunda afirmación. ¿Por qué ha
sucedido esto?; porque precisamente donde la doctrina moral y la
tradición de la Iglesia surge en forma de enseñanza explícita,
científicamente probada, es decir, en los seminarios y facultades
teológicas, ahí precisamente se han enseñado las teorías que han
provocado la crisis de los mismos fundamentos de la moral cristiana, así
como la crisis de la propia convivencia humana, agrega. Se han
propagado, indica el Santo Padre, incluso en los seminarios y facultades
teológicas, dudas sobre cuestiones de máxima importancia para la
Iglesia y la vida de los fieles y los cristianos. Y a mi modo de ver, en
esa referencia a los factores de la «convivencia humana», está
apuntando no sólo a la alteración de los fundamentos de la moral
evangélica, sino de la moral humana como tal. Y esto, atención, ocurre
en los seminarios y facultades teológicas. Se trata, sin duda, de un
asunto de perturbadora gravedad. Por este motivo, la Encíclica se dirige
a los obispos con una decisión que no es habitual. Normalmente, el
Papa ya no dirigía sus encíclicas sólo a los obispos; de hecho, estaban
destinadas a todos los hombres de buena voluntad, no sólo a los
creyentes, sino en el fondo también a los ateos de buena voluntad. El
hecho de dirigirse esta Encíclica únicamente a los obispos significa que
se están tratando problemas doctrinales de importancia tan decisiva,
que el colegio episcopal como tal, por ser fiel guardián del depósito de
nuestra fe, debe asumir posiciones, dada la gravedad de la situación.Las cuestiones fundamentales son la relación entre la libertad y la ley moral, la relación entre la conciencia y la verdad, la relación entre un cierto modo de concebir el ejercicio de la propia libertad y lo que se elige en base a esa libertad y, por último, la manera como se ha elaborado toda una teoría de la acción humana. En estos cuatro puntos se encuentran en crisis, según el Santo Padre, los fundamentos mismos de la doctrina moral cristiana.
Se diría que domina hoy, en general, una visión
tecnicista, a la que las certezas morales le parecen frágiles cuando son
confrontadas con las técnicas. En esta perspectiva, la cuestión de la
licitud parece también algo superado…
Hay mucha verdad en esto. En el fondo, cuando debo tomar una
decisión, si lo hago libremente, puedo hacer tres preguntas sobre mi
decisión: ¿es útil mi elección?, ¿es agradable mi elección?, ¿es buena
mi elección o no lo es, es justa o injusta? Ahora —y a este respecto la
Encíclica escribe páginas admirables—, en realidad las teorías a las
cuales nos referíamos hace un momento han reorientado la tercera
pregunta hacia la primera, al decir que sustancialmente, al actuar, lo
que me debe preocupar en primer lugar son las consecuencias prácticas,
antes que interrogarme sobre la índole moral de lo que estoy haciendo.
Por lo tanto, en este sentido, es verdadero el análisis expuesto en la
pregunta que usted hace: la interrogante moral, en sentido estricto, ha
ido vaciándose progresivamente, predominando las otras preguntas. Esto
ha ocurrido sobre todo en las elecciones relativas a la acción del
hombre frente a los demás hombres o a las cosas. No me refiero a la
acción del hombre frente a Dios, donde el problema es más complejo, y en
este momento no vamos a profundizar en ese tipo de análisis más
técnico. Sustancialmente, hoy en día la pregunta ética como tal, sobre
la calidad moral de mi acción, ha sido eliminada en gran medida,
sustituyéndose por la pregunta sobre la utilidad, la ventaja o la
desventaja de mi acción. En este sentido, puede y debe hablarse de un
oscurecimiento de la conciencia moral del hombre actual.
Lo anterior afecta, parece, la propia dinámica
del pensamiento humano. Pues el hombre, cuando piensa de veras,
experimenta su finitud y experimenta también que ésta le impulsa hacia
lo más alto, hacia lo infinito. Entretanto el pensamiento hoy permanece
generalmente cerrado al horizonte del misterio…
Éste es un punto muy importante. Porque antes, fuera y más allá de
todas las teorías e ideologías, está lo concreto, la persona concreta
del hombre, de carne y hueso, que vive su existencia cotidiana. Ahora
bien, en esta persona humana que vive su existencia cotidiana siempre
existe un gran deseo, el deseo de una felicidad sin límites, de una vida
plena de significado, de una libertad profunda y verdadera, de estar en
la verdad y no en la ignorancia y en el engaño. Ciertamente hoy
procurarán convencer al hombre que este deseo carece de significado y
que no pudiendo tener lo que se desea es preferible desear apenas
aquello que es posible. Es decir, tratarán de inducirlo a reducir la
amplitud de su deseo; pero el hombre sigue siendo un pobre que aspira a
una felicidad infinitamente rica. Y es la persistencia de este deseo lo
que nos da tanta esperanza, porque el hombre sigue siendo el mismo, y
este deseo es un eco de un llamado que es de Dios, de un llamado que
comienza precisamente a resonar en el momento en que nos crea. En el
momento en que nos crea, Dios nos llama a una felicidad eterna, a la
plena comunión con Él, y es para que esto pudiese ser posible que Cristo
murió. Es por ese motivo también que la Encíclica termina hablando de
la Cruz de Cristo y señala que debemos procurar no convertirla en algo
vano.
La ausencia de ese horizonte fundamental para el
pensamiento y la cultura —la infinitud, el misterio, lo absoluto—
contrasta por otra parte con el dominio de un impulso que inclina hoy a
probar en todas las direcciones. ¿No tiene esto que ver con una suerte
de claudicación que se ha hecho de la libertad interior en aras de una
libertad puramente exterior, que por momentos se convierte quizás en un
foco de manipulaciones?
Aquí estamos en presencia de un fenómeno espiritual que los grandes
maestros del espíritu han observado con gran profundidad y han descrito
muy agudamente. Como decía antes, en el corazón del hombre reside el
deseo de lo infinito, de lo ilimitado. Por desgracia la persona humana
puede optar —porque se trata de una decisión— por una especie de
autodecapitación, renunciando a buscar la plenitud en la meta hacia la
cual la impulsa el deseo, es decir, lo infinito, Dios mismo. Entonces
para ella, inevitablemente, ser libre significará probarlo todo, por su
anverso y reverso. Lo infinito real hacia donde me impulsa el deseo es
sustituido inevitablemente por lo infinito posible y en ese momento
caigo en la desesperación. Ésta es la definición de desesperación o de
aburrimiento, que es el otro rostro de la desesperación. El ejemplo
clásico de este fenómeno es el Don Juan. Con semejante concepto de
libertad, en el fondo todo es igual y todo puede ser probado, porque la
diferencia es indiferente. Por este motivo nace la sensación de
aburrimiento y en definitiva la desesperación. Lo mismo puede decirse
también de la siguiente manera: una verdadera libertad interior, que es
la búsqueda de una relación con Dios, se convierte en una simple
libertad exterior, es decir, en la posibilidad de todas las
posibilidades. Claramente, en ese momento el hombre está expuesto a todo
tipo de manipulación. Basta presentarle algo aparentemente digno de
experimentarse para que lo apoye. No sé cómo es la situación en
Latinoamérica a este respeto, pero conozco en alguna media la situación
europea. La plaga de las drogas está en continuo aumento e incluso ha
disminuido la edad a partir de la cual recurren a ellas los jóvenes, que
actualmente comienzan a usarla a los catorce o quince años. El fenómeno
tiene hoy día un significado muy distinto: ya no representa una
oposición «al sistema», como ocurría en los años 70 y a comienzos de la
década de los 80; ahora es simplemente una evasión y el hecho de probar
otra cosa. Evidentemente, en esta situación, cualquier joven, cualquier
adolescente está potencialmente expuesto a recurrir a las drogas, porque
ha perdido su libertad interior.Es un fenómeno espiritual que lleva a variadas consecuencias.
Aquí quisiera agregar un punto, ya que en su pregunta anterior usted se ha referido al misterio. Estoy cada vez más convencido de que una de las responsabilidades en este problema espiritual, le cabe a la manera como ha sido aplicada la reforma litúrgica en muchas partes del mundo. No me refiero a la reforma litúrgica del concilio Vaticano II en sí misma, evidentemente, sino al modo como ésta se ha aplicado. En dicho contexto, uno de los principios fundamentales —en estrecha conexión con lo que venimos tratando— es que la liturgia debe celebrarse de tal manera que todos comprendan absolutamente todo, postulado en extremo equívoco y ambiguo. ¿Qué significa, en efecto, comprender todo en la liturgia? Esto puede significar una absoluta vulgarización de la celebración litúrgica, con lo cual se despoja al hombre del lugar privilegiado en el cual puede vivir la experiencia del misterio. Así, la liturgia se celebra hoy en muchas partes sin posibilidad alguna de contacto con el misterio. El fenómeno ha tenido, por ejemplo, un tremendo efecto en nuestro lenguaje. No olvidemos que la lengua es de esencial importancia para la persona humana. El hecho de utilizarse a menudo en la liturgia el mismo lenguaje de la vida cotidiana —no quiero decir con esto que deba usarse el latín, no radica ahí el problema— es sumamente antieducativo. Antes al menos existía un ámbito en el cual la palabra mantenía su fuerza real, que era la liturgia. Cuando en la liturgia se hablaba del bien, la libertad o el amor, las palabras tenían un peso específico y el hombre, al margen de su lenguaje cotidiano, encontraba un espacio en el cual el hablar era realmente un lugar de comunicación de la verdad. Con la vulgarización del lenguaje litúrgico, el hombre ha perdido el último espacio para redimir su lenguaje cotidiano. A mi modo de ver, este fenómeno tiene gran importancia y me gustaría que los pastores de la Iglesia, mucho más informados que yo en esta materia, reflexionaran muy seriamente al respecto.
En una entrevista con El Mercurio el cardenal Ratzinger afirmó que, a semejanza de cierta reducción del cristianismo a entidad meramente moral practicada por el enciclopedismo durante el siglo XVIII, existe hoy día, en la propia Iglesia, una gran tentación de presentar ante todo el valor útil de la fe y de atribuir menos importancia a todo lo demás. ¿Tendría algo que comentar a este respecto?
Una de las expresiones de lo que dice Su Eminencia es justamente lo referente a la liturgia. Hay una frase del Evangelio que siempre me ha hecho reflexionar mucho. Cuando Jesús, algunos días antes de morir, estaba sentado a la mesa, una mujer le ungió los pies con un ungüento preciosísimo, derramándolo completamente y rompiendo el frasco de alabastro para poder esparcir el perfume. Judas y los demás apóstoles dijeron: «¿A qué este derroche? Podría haberse vendido por gran precio y dado a los pobres». Sin embargo, Jesús no reprendió a la mujer. «¿Por qué molestáis a esta mujer?», dijo. Esta página siempre me ha hecho reflexionar mucho, porque pienso que sólo en un espíritu femenino podía darse un gesto de ese tipo, en el cual se ve la inutilidad del amor, como un hecho absolutamente gratuito y superfluo. ¿Qué necesidad había de usar tanto perfume para lavar unos pies? Podía usarse agua. Volviendo a la liturgia, en definitiva, es lo más inútil que existe y por lo mismo lo más grande, el acto supremo de la libertad. ¿Por qué? Porque es la gratitud pura del amor de Dios, que se celebra en el misterio. En el fondo, el hombre siempre ha experimentado la necesidad de que el misterio ocurra en la belleza, y la belleza es la cosa más inútil que existe. Para evitar la lluvia dentro de la Basílica de San Pedro, no era necesario construir una cúpula, bastaba un techo normal para cumplir esa función. ¿Por qué construyó Miguel Ángel la cúpula? Como él mismo lo dijo, era un acto de adoración suprema de su vida ante la majestad de Dios, es decir, la creación de un espacio bello en el cual celebrar los misterios divinos y no únicamente un espacio cómodo. Suele decirse que una celebración debe ser lo más breve posible, pero en realidad, cuando se celebran los misterios debería desaparecer el reloj y el tiempo. La manía del tiempo es típica de nuestra mentalidad utilitaria, pero hay actos que están fuera de tiempo.
En la eternidad.
Exactamente en la eternidad.
Como la misa, que está en el ámbito de la eternidad…
En relación con lo que dice el cardenal Ratzinger —y vinculándolo con
lo que hablamos recién— esto no se ve, por ejemplo, en la forma como se
está celebrando hoy la liturgia en la Iglesia católica. Pero además
existen muchas otras expresiones de esta visión utilitarista. Al
responder una pregunta anterior, señalaba justamente cómo se reduce la
interrogante sobre lo que es simplemente bello a preguntarse sobre lo
que es útil, lo que es o no ventajoso, lo que es o no agradable.
Sobrevolando los Andes en un día de sol maravilloso, en un momento dado,
a cuatro o cinco mil metros de altura, se vio un prado cubierto de
flores en un paraje completamente deshabitado. Me pregunté para quién
habría creado el Señor esas flores. En definitiva para nadie, a menos
que hubiera pensado que nosotros estábamos pasando por ahí, lo que
también es posible, porque de lo contrario nadie las habría visto. Es la
gratuidad del amor, la gratuidad con que procede esa santa mujer, que
para lavar los pies a Jesús usa el perfume más precioso cuando habría
bastado el agua. Y Jesús no reprende a la mujer por lo que ha hecho,
sino a los apóstoles por no haber comprendido que la lógica de la
gratuidad es la verdadera lógica de la relación interior.
¿El Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia fue fundado cuándo?
En 1981 y adscrito a la Universidad Lateranense.
¿Fue una iniciativa del Santo Padre?
Una iniciativa personal del Santo Padre. Su decisión era dar pública y
oficialmente la noticia a toda la Iglesia de la fundación del Instituto
en la famosa audiencia del 13 de mayo, cuando fue el atentado contra su
vida. Por esta razón, precisamente, el Papa decidió, en la constitución
apostólica de fundación, consagrar el Instituto a la protección de la
Virgen de Fátima. El Instituto está bajo la protección de la Virgen de
Fátima. Y se recibieron luego dos cartas personales de Sor Lucía, una de
las videntes de Fátima, carmelita en Coimbra. La primera carta es muy
breve, simplemente dice que ella cada día rezará por el Instituto. La
segunda es muy, muy larga y yo creo muy importante, porque dice que el
compromiso de la Iglesia y del Santo Padre sobre el matrimonio y la
familia es una verdadera inspiración de Jesucristo a su Iglesia. Y en
seguida añade: no te desalientes ante las dificultades, porque el diablo
hará todo por destruir lo que la Iglesia va haciendo a favor del
matrimonio y de la familia, pero ciertamente la Madre de Dios aplastará
la cabeza de Satanás. Y ella repite en la carta dos o tres veces esta
cita bíblica: «Ipsa conteret».
Encuentro conmovedor lo que está revelando. Ello
vincula todo este esfuerzo por revitalizar la familia al culto mariano y
de algún modo al misterio de Fátima. Yo no sé si usted quiere decir
algo sobre lo que esto puede significar en el futuro.
Ciertamente hay un vínculo entre hechos a primera vista diferentes.
Consideremos que en el mismo momento en el cual la Virgen de Fátima
comparece en Cova de Iria, se produce la revolución en Rusia; en el
mismo momento en el cual el Santo Padre ha sufrido un atentado, el 13 de
mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro, en el mismo exacto minuto
—17.13 horas— el 13 de mayo de 1917, se daba la primera aparición de la
Virgen. ¡Impresionante! En esta audiencia, el Santo Padre tenía la
intención de anunciar públicamente la fundación de nuestro Instituto. Yo
creo que todos sabemos de la preocupación pastoral del Santo Padre por
el matrimonio y la familia. Yo veo aquí una relación en la cual deseo
aún meditar.Monseñor Caffarra —entonces su «Presidente»— nos cuenta enseguida algunos aspectos del funcionamiento y planes futuros del Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia. Su estructura responde a una figura particular en el Decreto Canónico, pues el Presidente del mismo es nombrado personalmente por el Santo Padre, lo cual no es común. No se puede, enseguida, tomar ninguna decisión importante en la vida del Instituto sin contar con la aprobación de la Secretaría de Estado, que es como decir el Santo Padre mismo. Así, por ejemplo, para el nombramiento de cualquier profesor, siendo insuficiente para ello el placet de la Congregación Vaticana para la Educación. Siguiendo exactamente el mismo esquema canónico, fue fundada una sede del mismo Instituto en Washington DC. Los sueños de su entonces Presidente, nuestro entrevistado, son los de que se llegaran a establecer tres sedes en Iberoamérica.
Miembro consultor de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe —el más antiguo de los dicasterios romanos, presidido desde hace muchos años por el cardenal Joseph Ratzinger—, Monseñor Carlo Caffarra ha debido enfrentar también más de algún gran debate sobre cuestiones doctrinales en otras materias, que no son propiamente la familia. Pero antes de referirnos a ello le pedimos que relate algo acerca del funcionamiento de esta Institución que mantiene inalterable su procedimiento de trabajo desde cuando se creara, hace poco más de 450 años.
Las facetas son muchas, de manera que se limitará a contar aquí lo que dice relación al trabajo de consultor. Su primera y más regular tarea es, así, la de reunirse todos los lunes bajo la presidencia del Cardenal Prefecto o del Secretario, Monseñor Bovone. Los consultores son alrededor de 20, todos residentes en Roma, y las autorizaciones para ausentarse son escasamente concedidas. En dicha reunión se discuten las temáticas más importantes que la Congregación debe abordar en el futuro próximo. En segundo lugar están las comisiones no oficiales en que debe participar: «Yo diría que el trabajo más importante para el consultor de la Doctrina de la Fe es la participación en la comisión no oficial, en la cual se discute la preparación de los documentos doctrinales de la Iglesia, o bien la preparación de respuestas a preguntas muy difíciles que llegan a la Congregación de todas partes del mundo, sea de las conferencias episcopales, de universidades, no sólo católicas, o de fieles privados que piden allí una solución para los problemas de la fe y de la moral. Éste es nuestro trabajo. En este segundo caso, la tarea se hace en forma directa con el señor Cardenal, que preside normalmente esta comisión. El Cardenal sigue de forma muy personal todas las materias. El consultor puede ser requerido por el Cardenal, para otro trabajo, por ejemplo, para leer un libro que por varias razones sea muy importante en la Iglesia. El Cardenal pide el juicio doctrinal del consultor sobre este trabajo. En este caso, se prepara brevemente un estudio. El Cardenal quiere que sea siempre muy preciso… Es notable, es un profesor, de un máximo rigor especulativo. Éstas son nuestras tres más importantes funciones como consultores. La más importante es la segunda de estas pequeñas comisiones», concluye.
En una ocasión, cuando 160 teólogos alemanes interpelaron al Papa en una resonante declaración a propósito del nombramiento del nuevo Arzobispo de Colonia, un gran debate se suscitó en el horizonte teológico y religioso europeo. Pronto se sumaron a estos 160 otros tantos, y ya no sólo alemanes; las reivindicaciones, asimismo, no se restringieron al tema del nombramiento del nuevo Primado alemán, sino que abarcaron otras cuestiones doctrinales. El nombre de Carlo Caffarra salió entonces pronto a relucir entre los cuestionamientos hechos por los teólogos opositores al Pontífice.
Dejemos que el propio Monseñor Caffarra nos hable de ello:
«La ‘Declaración de Colonia’ estaba estructurada en tres partes: primera, el caso particular del Arzobispo de Colonia; segunda, el caso del nihil obstat para los profesores de Teología en las universidades; tercero, el problema doctrinal de la Humanae Vitae, y éste era el aspecto más importante. Usted sabe que en Europa fue discutido este punto de la doctrina católica.
Dos palabras a este preciso respecto: En primer lugar, la Teología Moral que representan estos teólogos constituyen la bendición clerical a la sociedad consumista y permisiva occidental. Son los sacerdotes de la corte de este imperio de corrupción. En segundo lugar, los verdaderos teólogos del disenso son hoy los teólogos fieles al Magisterio, porque sólo el Magisterio se opone en este momento a esta organización de la mentira que en gran medida constituye la cultura europea actual. Y en tercer lugar, estas personas en el fondo no se dan cuenta de que están apoyando una civilización que está en contra de la persona humana.
Esto es lo que yo pienso claramente»..
No hay comentarios:
Publicar un comentario