Actualizado:Jamás sabremos si el asesinato de doña Carmen Alonso, de cuarenta y dos años, viuda de un próspero empresario del Rastro madrileño, se debió a asuntos de amores no correspondidos o a la ambición desmedida de su verdugo, Tiburcio Zarzuelo del Pozo, alias “El Hojalata”. El relato de los hechos, desde luego, refleja un acoso que ni siquiera la justicia pudo detener. Antes de acabar con su vida en plena calle del Calvario le hizo pasar por el doloroso trance de contemplar cómo apuñalaba mortalmente a su hija Remedios, de veinte años. Tras el crimen se dio a la fuga y apareció ahorcado en Villaverde tres días más tarde.
El hombre soltó sobre la barra de la taberna de José García una caja de madera con las herramientas de su oficio de vidriero y plomero. Tenía considerable altura, cabello muy oscuro y bigote espeso que apenas se le movía debido al rictus severo de su rostro. Se llamaba Tiburcio Zarzuelo del Pozo. Nombre rotundo, tremendo, que oscilaba entre la mofa y un negro destino en el que quedar fijado para la eternidad.
En una sola jornada solía recalar en la taberna de García varias veces, con su pelliza negra, su gorra y sus pantalones de pana. Cuando ya el exceso de vino había hecho su efecto, salía a la puerta y, dirigiéndose al balcón de la viuda, le gritaba que tenía que ser suya, para que todo el vecindario se enterara. También la amenazaba con matarla si no accedía a sus requerimientos. No quedó otro remedio que despedirlo.
Un calvario de vida
La vida para doña Carmen y sus hijos, Remedios, la mayor, Antonio, Pepito y Dimas, se había convertido en un auténtico calvario. Viviendo amenazada, la mujer no podía evitar el presentimiento de que cualquier día Tiburcio cumpliría su palabra de matarla. Apenas salía a la calle más que para ir a trabajar. Y cuando lo hacía miraba a todos lados sin fiarse y se iba metiendo en portales conocidos para comprobar si él la seguía. Así no se podía vivir.El sábado 16 de noviembre fue un día frío y tranquilo. A las siete de la tarde, madre e hija llegaron a la calle del Calvario. Regresaban de su jornada en el puesto del Rastro, donde Remedios ayudaba a su madre, con la clientela y con el dinero. Inteligencia para ello no le faltaba, además de su don de gentes y una belleza agradable y serena que a veces atraía a más mirones que compradores. Nada más cerrar, un mozo de café que apreciaba mucho a la familia se había ofrecido a acompañarlas de vuelta a casa «por si el tarado del “Hojalata” merodea de nuevo». Pero Carmen se limitó a agradecer el gesto, «yendo con mi hija no se meterá conmigo», le respondió. Así que en Ronda de Segovia ambas tomaron el tranvía que las dejó en Atocha; y de ahí a la calle del Calvario.
Suya o muerta
A la altura de la esquina de San Pedro Mártir se les acercó Tiburcio con una sonrisa tan afilada como la hoja del cuchillo que guardaba bajo la pelliza. Al verlo, Carmen y su hija se cogieron fuertemente de la mano. La calle, solitaria. Ni un alma. De repente el aire olía a mal presagio. Sin mediar palabra, el indeseable le asestó una puñalada a la joven Remedios en el seno izquierdo, que la hizo caer profiriendo alaridos de angustia y dolor. Cuando Carmen fue a auxiliar a su hija, Tiburcio la atacó dándole una cuchillada cerca de la sien y después le hundió con todas sus fuerzas el cuchillo en un costado. Lo hizo con tanta furia que el arma se le quedó clavada. Sin embargo, no le causó tanto daño como presenciar la muerte de su hija.Viaje a ninguna parte
Junto a su madre había dos valiosas sortijas que el desalmado asesino no se había molestado en llevarse. Como tampoco otras cuatro de oro y brillantes que se hallaron posteriormente en los bolsillos de Remedios. No era lo material el interés del criminal.Así terminaba un verdadero calvario de cuatro años de persecución y de denuncias que no consiguieron frenar la locura de Tiburcio Zarzuelo. Durante tres días la policía buscó al asesino por todo Madrid.
En su despedida, Tiburcio le daba detalles íntimos de sus supuestos encuentros amorosos con doña Carmen, «para los que duden», concluía. Tomasa no supo qué pensar. Miró el reverso y, escrito con otra caligrafía, en ese mismo papel leyó: «Usted está loco, y debe cuidarse de no seguir persiguiéndome. Es evidente que está loco, pues si no fuera así no se explicaría el escándalo que me armó hace pocos días. Todo el mundo me dice que usted está loco. Y ya voy creyendo que es verdad». Firmado: Carmen Alonso Marchante, viuda de Nadal.
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