Siente
que la tratan de responsable de su martirio y no logra obtener
respuestas a su denuncia. “Me hicieron de todo y yo parezco la
culpable”, dijo la agente policial de Florencia Varela,Daiana Goy, sobre
el infierno que padeció al ser violada por su ex parejay un primo de
éste.
La mujer policía denunció que los abusadores le
suministraron una bebida alcohólica con una sustancia que la dejó
inconsciente. Sin tener noción de lo que sucedía fue abusada sexualmente
por su ex pareja y el primo de éste. Luego fue golpeada por el primero,
quien además es el padre de su hijo y la echó de su propia casa a los
tiros con su arma reglamentaria.
“Me dieron una bebida, y desde
aquel momento no me acuerdo más nada. Cuando recuperé la conciencia, veo
que estoy desnuda en mi cama, con el primo de él intentado poner su
pene en mi boca mientras que el papá de mi hijo me penetraba”, indicó la
denunciante.
Según informaron varios medios, Goy había finalizado
su jornada laboral como agente del Comando de Prevención Comunitaria
(CPC) de Florencio Varela y regresó a su vivienda, donde se hallaba su
ex pareja, que se había quedado alcuidado del hijo de ambos. Al
ingresar a su propiedad, el hombre se retiró de la misma con el
argumento de dirigirse a un almacén cercano y a los pocos minutos
retornó: “Volvió con su primo y dos botellas de alcohol”, narró Daiana
al portal de noticias El Radar del Sur.
Luego del salvaje abuso,
ambos sujetos se fueron de la casa, pero su ex pareja volvió al inmueble
para golpearla. “Comenzó a pegarme y a decirme que era una trola.
Entonces me sacó de mi casa a los tiros, con mi propia arma”, señaló la
Goy.
Finalmente, la mujer pudo escapar y pidió ayuda a sus
colegas de la Comisaría de la Mujer y la Familia. En lo inmediato, se
deberá presentar en la dependencia policial para someterse a un análisis
psicológico, con el fin de determinar el grado de veracidad de sus
dichos e iniciar así una investigación.
Actualizado:Jamás
sabremos si el asesinato de doña Carmen Alonso, de cuarenta y dos años,
viuda de un próspero empresario del Rastro madrileño, se debió a
asuntos de amores no correspondidos o a la ambición desmedida de su
verdugo, Tiburcio Zarzuelo del Pozo, alias “El Hojalata”. El relato de
los hechos, desde luego, refleja un acoso que ni siquiera la justicia
pudo detener. Antes de acabar con su vida en plena calle del Calvario le
hizo pasar por el doloroso trance de contemplar cómo apuñalaba
mortalmente a su hija Remedios, de veinte años. Tras el crimen se dio a
la fuga y apareció ahorcado en Villaverde tres días más tarde.
El hombre soltó sobre la barra de la taberna de José García una
caja de madera con las herramientas de su oficio de vidriero y plomero.
Tenía considerable altura, cabello muy oscuro y bigote espeso que
apenas se le movía debido al rictus severo de su rostro. Se llamaba Tiburcio Zarzuelo del Pozo. Nombre rotundo, tremendo, que oscilaba entre la mofa y un negro destino en el que quedar fijado para la eternidad. La taberna se hallaba situada justo enfrente de la casa de doña Carmen Alonso,
en el número diez de la calle de Lavapiés. Pidió el tercer vino, como
cada día desde hacía cuatro años, cuando murió don José Nadal, su patrón
y esposo del objeto de su deseo: «su Carmen». Desde el
mismo día del funeral, Tiburcio se propuso casarse con ella. Sólo
pensaba en eso. «Qué desagradecido, con todo lo que esta familia ha
hecho por él», se desahogaba Carmen con su hija Remedios a los pocos
días de enviudar, que ya entonces empezó la persecución, y eso que hacía
muy poco que Tiburcio había sido contratado para recomponer los objetos
que llegaban al negocio de Nadal para ponerlos a la venta a buen
precio. Era uno de los puestos más prósperos y de mayor clientela del
Rastro. Al fallecer el patrón le mantuvieron el trabajo, a pesar de su
mal carácter. Tiburcio, un tipo sumamente antipático y pendenciero, era conocido en el barrio como «El Hojalata»
por sus turbios trapicheos. Veintiocho años de vida, de los cuales más
de la mitad se los había pasado enfrascado en broncas y bebida.
En una sola jornada solía recalar en la taberna de García varias veces, con su pelliza negra, su gorra y sus pantalones de pana.
Cuando ya el exceso de vino había hecho su efecto, salía a la puerta y,
dirigiéndose al balcón de la viuda, le gritaba que tenía que ser suya,
para que todo el vecindario se enterara. También la amenazaba con matarla si no accedía a sus requerimientos. No quedó otro remedio que despedirlo.
Un calvario de vida
La vida para doña Carmen y sus hijos, Remedios, la mayor, Antonio, Pepito y Dimas,
se había convertido en un auténtico calvario. Viviendo amenazada, la
mujer no podía evitar el presentimiento de que cualquier día Tiburcio
cumpliría su palabra de matarla. Apenas salía a la calle más que para ir
a trabajar. Y cuando lo hacía miraba a todos lados sin fiarse y se iba metiendo en portales conocidos para comprobar si él la seguía. Así no se podía vivir. Carne de prisión: El «Hojalata» cumplió más de un año en la cárcel por arrancar de un mordisco un trozo de nariz a una novia«¿Qué haremos, madre, estar así toda la vida?»,
preguntaba Remedios, desesperada al ver cómo su madre se consumía de
impotencia. Carmen rezaba a diario, le encomendaba a Dios su alma y
hasta su integridad física. Pero tenía Dios mucho trabajo con ella:
quitarle la pena de la ausencia del marido y también el peso de
Tiburcio, que le estaba robando la paz. De nada sirvieron las dos
denuncias de Carmen con condenas que le supusieron al «Hojalata»
breves estancias en la cárcel. Aunque qué cabía esperar de alguien que
también había cumplido más de un año de prisión por haberle arrancado de
un mordisco un trozo de nariz a una novia. Luisa Albo,
se llamaba. Portaba la cicatriz cual estandarte de la supervivencia
ante la brutalidad de un hombre despechado. Si ese era el precio de su
libertad, presumiría de ello para siempre.
El sábado 16 de noviembre fue un día frío y tranquilo. A las siete de la tarde, madre e hija llegaron a la calle del Calvario.
Regresaban de su jornada en el puesto del Rastro, donde Remedios
ayudaba a su madre, con la clientela y con el dinero. Inteligencia para
ello no le faltaba, además de su don de gentes y una belleza agradable y
serena que a veces atraía a más mirones que compradores. Nada más
cerrar, un mozo de café que apreciaba mucho a la familia se había
ofrecido a acompañarlas de vuelta a casa «por si el tarado del “Hojalata” merodea de nuevo».
Pero Carmen se limitó a agradecer el gesto, «yendo con mi hija no se
meterá conmigo», le respondió. Así que en Ronda de Segovia ambas tomaron
el tranvía que las dejó en Atocha; y de ahí a la calle del Calvario.
Suya o muerta
A la altura de la esquina de San Pedro Mártir se
les acercó Tiburcio con una sonrisa tan afilada como la hoja del
cuchillo que guardaba bajo la pelliza. Al verlo, Carmen y su hija se
cogieron fuertemente de la mano. La calle, solitaria. Ni un alma. De
repente el aire olía a mal presagio. Sin mediar palabra, el indeseable
le asestó una puñalada a la joven Remedios en el seno izquierdo,
que la hizo caer profiriendo alaridos de angustia y dolor. Cuando
Carmen fue a auxiliar a su hija, Tiburcio la atacó dándole una
cuchillada cerca de la sien y después le hundió con
todas sus fuerzas el cuchillo en un costado. Lo hizo con tanta furia que
el arma se le quedó clavada. Sin embargo, no le causó tanto daño como
presenciar la muerte de su hija. Carta de despedida: El asesino dejó una extraña misiva a su hermana Tomasa: «Te aconsejo que seas buena y honrada»La fatalidad hizo que en ese momento aparecieran dos niños, Gregorio, de ocho años, y Pepito Nadal,
de apenas trece. ¡Este último era hijo y hermano de las víctimas! «El
Hojalata» lo cogió del brazo violentamente, causándole un dolor
insoportable, y le dijo con brusquedad: «Guárdate, niño, de decir lo que
has visto si no iré a por ti y te haré lo mismo que a ellas». Después
salió huyendo como la sombra del viento. Pepito, con la respiración
agitada y temblando de miedo, no sabía a cuál de los
dos cuerpos yacentes en el suelo acudir. Acabó tendido sobre las faldas
de su madre, sintiendo cerca el puñal, que seguía clavado en el costado,
mientras escudriñaba los objetos esparcidos alrededor del cadáver de su
querida hermana. Una cafetera, un hatillo de ropa y un libro…
sería una de esas novelas románticas que le gustaba leer a Remedios,
pensó el muchacho. Se echó a llorar desolado en su repentina y
sangrienta soledad.
Viaje a ninguna parte
Junto
a su madre había dos valiosas sortijas que el desalmado asesino no se
había molestado en llevarse. Como tampoco otras cuatro de oro y
brillantes que se hallaron posteriormente en los bolsillos de Remedios. No era lo material el interés del criminal.
Así terminaba un verdadero calvario de cuatro años de persecución y de denuncias que no consiguieron frenar la locura de Tiburcio Zarzuelo. Durante tres días la policía buscó al asesino por todo Madrid. Entierro de las víctimas del crimen de la calle del Calvario. En la imagen, la llegada de la comitiva fúnebre al cementerioEl martes siguiente la hermana del «Hojalata», Tomasa,
fue requerida en comisaría. La joven, de ocupación planchadora, tenía
veintiún años y no muchas luces. Le entregaron una carta que ella
sostuvo en las manos durante interminables minutos, enmudecida. Hasta
que el agente le comunicó el suicidio de su hermano. En sus ropas habían
encontrado la carta de despedida dirigida a ella. A Tomasa todo le
empezó a dar vueltas; la vida se le atravesó en las palabras escritas
por su hermano. Desplegó el papel sintiendo el vértigo de la desgracia y
fue siguiendo el encadenado de significados intentando, con dificultad,
entender algo entre la ofuscación que le desbordaba. «Te aconsejo, hermana, que seas buena y honrada para no verte en el caso de esa mujer infame que me ha perdido por sus devaneos». Tomasa quería a su hermano y por eso no alcanzó a pensar que estuviera loco.
En su despedida, Tiburcio le daba detalles íntimos de sus supuestos encuentros amorosos con doña Carmen, «para los que duden»,
concluía. Tomasa no supo qué pensar. Miró el reverso y, escrito con
otra caligrafía, en ese mismo papel leyó: «Usted está loco, y debe
cuidarse de no seguir persiguiéndome. Es evidente que está loco, pues si
no fuera así no se explicaría el escándalo que me armó hace pocos días.
Todo el mundo me dice que usted está loco. Y ya voy creyendo que es verdad». Firmado: Carmen Alonso Marchante, viuda de Nadal.