Los fundadores, con apenas tres significativas excepciones, ya habían puesto tierra por medio desde algo antes. UPyD, estaba claro para casi todos ellos, era el radiante futuro del regeneracionismo centrado con afán de bisagra. Y Rivera, a sus ojos, un bisoño cadáver insepulto con el que convenía no dejarse ver demasiado en público. Pero entonces marcó Iniesta. Avanzada la prórroga, ya en el minuto 116 del encuentro, Cesc cuelga un balón en el área y el manchego, rápido de reflejos, dispara a bocajarro, aunque no sin antes dejar botar el balón en el suelo para así mejor calibrar la trayectoria precisa del tiro. Después, el delirio.
Por primera vez desde el asedio de las Islas Carolinas por las cañoneras de la Armada del Imperio Germánico a instancias de Bismarck, el patriotismo español iba a enseñorearse de las calles de Barcelona entre gritos de júbilo y masivo ondear de banderas rojigualdas. Nadie en la plaza recordaba algo igual. Nadie, ni los más viejos. Aquello fue el 11 de julio. Y un día antes, el 10, se había celebrado en la misma Barcelona la gran manifestación catalanista en repudio de la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, concentración que acabaría con el entonces presidente de la Generalitat, José Montilla, refugiado en la sede de la Consejería de Justicia (un edificio sito en la calle Caspe, en el mismo lugar donde Rajoy y el resto del Gobierno fueron acosados e increpados por los activistas de la ANC), tras verse rodeado por centenares de separatistas cerriles que, por lo demás, exhibían ánimos inequívocos hacia su persona. Los historiadores del futuro, con toda seguridad, mencionarán esa fecha y esa bullanga tumultuaria cuando tengan que buscar el instante germinal de lo que al poco comenzaría a ser conocido por todos como el procés.
Centenares de banderas espontáneas de España rondando alegres por los bares, plazas y estaciones de metro de Barcelona, y un sólo político autóctono, uno sólo, enfundado a todas horas con la camiseta del jugador número 12. A aquel desahuciado moribundo al que toda la prensa ya había administrado la preceptiva extremaunción, había venido Dios a verlo. Y por si fuera poco, ese mismo verano el Tripartito le prohibe los toros. A Rivera le faltó tiempo para plantarse en la Monumental y salir de allí a hombros de la afición junto a Serafín Martín, un diestro local al que Montilla y Carod andaban buscando la ruina.
Con la jaula de grillos reducida por aquel entonces a la mínima expresión, no mucho más de tres o cuatro docenas de fieles, los últimos de Filipinas, velando al candidato, llegaron las autonómicas del 28 de noviembre. Nadie daba un duro por él cuando se cerraron los colegios, a las ocho de la tarde. Pero, para sorpresa de propios y extraños, Rivera salvó los muebles: tres escaños. El Niño (todavía le llamaban así los muchos aspirantes frustrados a ejercer su patria potestad) no era ningún intelectual, eso saltaba a la vista, pero ese instinto natural suyo de supervivencia era el propio de un genuino killer de la política.
Pero eso, el nombre, era lo único que iba a quedar del primer Ciudadanos tras aquel ejercicio agónico de respiración bajo el agua. Igual que del congreso famoso de Suresnes surgió un nuevo PSOE, el de Felipe González, que nada tenía que ver con la vieja organización histórica cuyo último albacea había sido Rodolfo Llopis, el Ciudadanos que en el último minuto de aquella noche de noviembre de 2010 consiguió salir de la UCI tampoco nada tendría que ver ya con aquellos estetas e ilustrados de la órbita cultural del PSC, los del clan del Taxidermista, que fundaron el partido.
Por lo demás, en 2010, cuando la resurrección, todos los votos les llegaron del PP. Pero sería la última vez. A partir de entonces, el crecimiento exponencial de Ciudadanos tendría su origen casi exclusivo en el granero del PSC. Y he ahí la paradoja que algún día podría explotarle en las urnas. Pues Ciutadans, un partido el grueso de cuya base electoral sigue estando formada por la izquierda sociológica que habita en los distritos periféricos de Barcelona y en la red de ciudades-dormitorio que integran su primera corona metropolitana, que no de otra parte salen los votos, también resulta ser el mismo partido cuyos programas socio-económicos son inspirados en gran medida por think tanks de muy ortodoxa obediencia liberal con sede en el centro de Madrid, como Fedea u otros similares. Agua y aceite.
Así las cosas, los separatistas quieren hacer sangre y Arrimadas no quiere hacer ruido; no mucho, por lo menos. El escenario ideal para García Albiol. Un tipo, ese Albiol, que habla claro, de ahí que siempre se le entienda todo. Albiol habla del 155, Arrimadas del sexo de los ángeles. Albiol pide ir a por ellos para que no acaben con España, Arrimadas pide que cambiemos España para que ellos se sientan cómodos y nos hagan el favor de cesar en su afán por destruirla. De aquí al 1 de octubre, la va a eclipsar. Literalmente.
Bien, pues Albiol va a ser el Iceta de esta campaña oficiosa. Mientras Arrimadas mide hasta las comas de sus tuits para no molestar, todo el mundo constitucionalista de Cataluña está mirando a Albiol. Y esta vez no aparecerá Iniesta para salvarla. Tendrá mucha suerte si consigue no bajar del tercer puesto en esas autonómicas que vienen ya mismo. Mucha.
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